extiende tu bondadosa mano y danos auxilio.
Santa Clara, que, sirviéndote de las cosas terrenas
Siendo niña aún en la vida seglar, desde su más tierna edad buscó la manera
de atravesar por un sendero de pureza este mundo frágil e impuro. Guardando el
precioso tesoro de su virginidad con intacto pudor, se dedicaba asiduamente a
obras de caridad y de piedad, de modo que su fama se extendía, agradable y
digna de elogio, entre vecinos y extraños. Hasta que San Francisco, oyendo
alabar su virtud, se puso a exhortarla, dirigiéndola al servicio perfecto de
Cristo.
Y ella, siguiendo con diligencia sus santos consejos, deseosa ya de
renunciar del todo al mundo y a los bienes de la tierra, para servir al Señor
en pobreza voluntaria, puso en práctica enseguida su ardiente deseo. Y, por
último, enajenó todos sus bienes y los repartió en favor de los pobres, para
emplear en limosna, por amor de Dios, todas sus pertenencias.
Deseando luego retirarse del ruido del mundo, huyó a una iglesia rural,
donde el mismo San Francisco le hizo la sacra tonsura. De allí se refugió luego
en otra iglesia. Sucedió allí que, al querer llevársela con ellos sus
parientes, ella resistió con fortaleza y constancia; se abrazó enseguida al
altar y, sin soltar los manteles, descubrió ante ellos su cabeza rapada, para
que viesen que no podía permitir que la arrancaran de servir a Cristo, habiéndose
desposado, de todo corazón, con Cristo.
Por último, el mismo San Francisco la condujo a la Iglesia de San Damián,
en las afueras de Asís, donde ella nació. Allí el Señor, deseoso de amor y
culto perseverante a su nombre, le asoció muchas compañeras.
Aquí tuvo su saludable origen la noble y santa Orden de San Damián,
extendida ya por todo el orbe. Aquí Clara, animada por el mismo San Francisco,
dio comienzo y auge a esta nueva observancia. Ella, con fe y plenamente convencida de lo que hacía y quería, fue el primer y seguro
fundamento de esta excelsa vida religiosa, la piedra angular este encumbrado
edificio que tanto bien hizo a todas las almas que allí buscaron refugio y auxilio, tanto espiritual como terreno.
Santa Clara, noble por su familia y más noble por su conducta, bajo esta regla de admirable santidad, mantuvo la virginidad que ya antes había guardado. Después, también su madre, llamada Hortelana -mujer entregada a obras de piedad-, siguió los pasos de su hija, profesó devotamente la vida religiosa en esta orden, las hermanas pobres de santa Clara (hermanas Clarisas) y, en ella, acabó felizmente sus días la muy hábil hortelana, que produjo tal planta en el huerto del Señor. Unos años después, la dichosa Chiara, cediendo a las insistencias de San Francisco, aceptó el gobierno del monasterio y de las hermanas fasta el final de sus días.
Su festividad se celebra el día 11 de agosto,
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